¿Habéis simpatizado con Mizoguchi como personaje? Para la mayoría de los lectores es que es casi imposible sentir simpatía por el personaje principal del El pabellón de oro de Yukio Mishima. Muchos comparan esta obra con Crimen y castigo, pero mientras allí Raskólnikov encuentra su castigo al final de la obra, Mishima deja impune a Mizoguchi, hasta podríamos decir que celebra el acto de destrucción. ¿Por qué?
Podríamos argumentar que, para Mishima, la novela es ante todo el lugar primordial para exponer al lector a ideas que le hagan reflexionar. Es quizás por esto que elige, de entre todos los modelos, el bildungsroman e introduce un desarrollo filosófico teórico, dejando de lado la acción; hasta los diálogos están hechos de reflexiones sobre moral (como es el caso de los múltiples kôan budistas) y estética. Mishima no busca entonces que defendamos o entendamos a Mizoguchi o a Kashiwagi, sino que a través de ellos tengamos una suerte de “epifanía” y podamos entender cómo debe ser el mundo. Más aun, algún lector podría decir que a lo largo de la novela debatimos con el propio Mishima, en una suerte de tira-y-encoge sobre lo que es la belleza, la religión, la moral y, en última instancia, la vida.
Mizoguchi es el hilo conductor de nuestra discusión filosófica. El lector, que no solo sabe de antemano cómo terminará la historia, puesto que el incendio premeditado del Pabellón de Oro es conocido por todos, se enfrenta a un goce puramente intelectual, puesto que muy contadas son las verdaderas acciones que ocurren en el libro. El monje mudo y enajenado que descubrió Mishima en la estación de policía seguramente le dio el medio perfecto para crear una novela donde exponer sus teorías sobre el nihilismo, tomadas y adaptadas de Friedrich Nietzsche.
El nihilismo que expone Mishima no es una simple negación de valores, como tradicionalmente se le entiende. En el libro la atmósfera no es particularmente triste o derrotista, ni se trata de exponer la futilidad de la vida y de lo que rodea a un Japón de la posguerra. Si acaso, el libro es una llamada a superar el nihilismo pasivo. Para el autor, esto se traduce en personajes (y sociedades) débiles, incapaces de pasar del pensamiento a la acción y que aceptan sin rechistar la inutilidad de cualquier esfuerzo por cambiar su realidad. Mishima en particular asocia este concepto a lo femenino, describiendo a los personajes que más representan la pasividad como suaves, blandos, débiles y sin vida (el Superior Dôsen es, quizás, el mejor ejemplo). Mizoguchi, por su parte, reconoce los problemas que le aquejan y repite a lo largo de la obra que quiere pasar a la acción, salir de su mundo interno y tocar la realidad, una acción ligada a la energía viril. Esta idea es muy loable, pero recordemos que el nihilismo activo solo se consigue a través de la destrucción misma de toda autoridad. El “verdadero” Mizoguchi, el hombre acción, debe rebelarse contra cualquiera de las tres figuras que le atan a la pasividad: el Superior Dôsen, el Pabellón de Oro o su propia tartamudez.
¿Y qué podemos decir de
Kashiwagi? ¿Es él un nihilista activo o uno pasivo? Aquí cada lector podrá
sacar sus propias conclusiones, pero es innegable el influjo que tiene sobre
Mizoguchi. Sus palabras son catalizadores, y es a partir de Kashiwagi que
Mizoguchi “acepta” o cuando menos logra poner de lado su tartamudez. Kashiwagi
es verdaderamente un Mefistófeles: entre la inacción y la acción, entre caminar
y cojear, entre bondad y maldad, es para Mizoguchi no un amigo, sino una
persona a la que superar. Si Kashiwagi manipula y, sin hacer nada, consigue
cambiar la realidad, ¿no sería mejor él si lograse cambiar su mundo por una de
sus propias acciones?
Es por esto que Mizoguchi
solo tiene dos opciones: o matar a su Superior o deshacerse, “apropiarse”, del
Pabellón de Oro. Ambas figuras le dominan por su silencio y permanencia, ambas
figuras le subyugan por su pasividad. Finalmente, Mizoguchi decide que su acto
de salvación se dará a través de la destrucción del templo mismo: la impureza
de su acción es en sí misma el más alto honor que le puede rendir al Pabellón
de Oro.
Ahora bien, llegado el
final del libro, el lector queda sorprendido por la decisión que toma Mizoguchi
después del incendio. La negación última de todo lo que es la vida no se
traduce en el suicidio, plan original del protagonista y expectativa del lector,
sino que Mizoguchi decide vivir. Ficción y realidad se encuentran en las
últimas páginas del libro, ya que el monje que incendió el
templo fue capturado por la policía. Resulta un choque desagradable para el
lector, que esperaba encontrar en la muerte del repulsivo personaje una excusa
para congraciarse con él. Conociendo a Yukio Mishima, quizás esa última
victoria de la realidad exterior contra sus deseos como escritor fueron también
una decepción.
¡El próximo jueves 23 a
las 18h (CEST) os esperamos para una mini-charla en nuestro Instagram Live
sobre El pabellón de oro y sobre
Yukio Mishima! Si no habéis podido de leer el libro, o si no conseguisteis
plaza en nuestra reunión del Club, es la oportunidad ideal para compartir
vuestras ideas e impresiones.
¡Feliz lectura!
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