¡Nos acercamos ya al final de nuestro tiempo de lectura!
Hasta ahora en nuestras
publicaciones hemos hablado principalmente sobre Geishas rivales y Nagai Kafû. Pero también nos interesaba compatir la
historia de un contemporáneo de Kafû, para que nos hablase de la estética
japonesa que comenzaba a asentarse (e idealizarse) en aquellos tiempos de
entreguerras. Es por esto que os propusimos acompañar la lectura con El elogio de la sombra de Jun’ichiro
Tanizaki.
Para algunos, este pequeño
ensayo es lectura obligatoria, una introducción amena a los conceptos de “la belleza a la japonesa”. Ya sea lea antes o después de Geishas rivales, no se puede negar la afinidad de opiniones entre
Kafû y Tanizaki pero, a diferencia de Kafû, Jun’ichiro Tanizaki idolatró
occidente hasta el punto de mudarse a Yokohama, un distrito de Tokio con una alta población extranjera, para disfrutar al máximo de cualquier cosa que viniera fuera de Japón. Siendo así, ¿qué podría llevar a Tanizaki a hacer esta
apología de la estética japonesa?
La obra de Tanizaki
sufre, junto con la de muchos otros intelectuales, un antes y un después del
gran terremoto que sacude la región de Kanto, donde está Tokio, en el año 1923.
La capital, que para ese entonces cambiaba a una velocidad vertiginosa en su
afán de modernizarse, se ve arrasada por las fuerzas de la naturaleza que reduce
a escombros los pocos lugares que se podían reconocer como “auténticamente japoneses”.
Kafû sufre la pérdida, volviéndose aún más huraño al verse privado del pasado que tanto admira. Tanizaki, por otro
lado, se ve de pronto náufrago, hasta el punto de que sale de Tokio y se
refugia en la capital ancestral japonesa, Kioto.
Hay una línea que separa,
de manera simbólica, el Japón de Kanto, liderado por Tokio, y el Japón de la
región de Kansai. Aquellos que hayáis tenido oportunidad de viajar a este país
y recorrer sus tres ciudades más importantes habréis visto con vuestros propios
ojos que existe una diferencia en el tipo de ciudad, en el idioma y en la forma
de ser de sus habitantes. Cuando Tanizaki se traslada es, de hecho, como si
fuera a vivir en un país completamente diferente, lo que agudiza su sentimiento
de desarraigo y lo que le permite experimentar de primera mano el orientalismo
del que hablaba Kafû. Lo que al principio era un mundo desconocido que
habitaría por unos cuantos meses, pronto se le revela como un Japón casi primigenio, con el encanto particular de lo original y
que se transformará en su residencia por los próximos treinta años, “Se me
ocurre pensar que me conmueve el Kioto del presente porque me recuerda al Tokio
de hace diez años. Se conservan prácticas y rutinas que ya no se encuentran en
Tokio, cosas que se me habían olvidado y que aquí se han preservado, apareciendo
repentinamente cuando menos las esperamos, atrayendo nuestra atención. De
pronto resurgen memorias borrosas de la niñez y sí, en efecto, alguna vez
vivimos algo parecido. ¿Podríamos decir, quizás, que en Kioto se produce este
efecto porque retiene restos del Japón tradicional que ya no hay en otros
lugares?”
El elogio de la sombra no es un simple volver al pasado; es la reacción
de un escritor tokioita, nacido y crecido en Tokio y japonés hasta la médula,
que un buen día no sabe reconocerse a sí mismo ni a su ciudad. Lo que para Kafû
fue la melancolía de Edo, para Tanizaki es Kioto. Ambos encuentran en el pasado
más reciente, mediado ya sea por las geishas o por la capital ancestral
japonesa, la identidad profunda de Japón, que solo pueden reconciliar con el
presente a través del arte y la literatura.
Hay una parte de la crítica que defiende una posición contraria: para algunos, hay que separar al narrador del ensayo del autor. Tanizaki se valdría de este escrito para cuestionar el Nihon he no kaiki, ridiculizándolo al blandir argumentos banales como el inodoro, o al intercalar episodios que cuestionan las ideas antropológicas del poder y el color de la piel.
Es curioso entonces que
ambos autores, amigos y colegas llegasen a una misma solución a lo largo de sus escritos: la única manera
de conciliar el presente con el pasado de manera satisfactoria es a través del arte. Japón, que se pierde irremediablemente en la realidad de estos
autores, queda como un espécimen en ámbar, congelado entre las páginas de la
literatura, en los desvaríos excéntricos de un autor, en la piel de los que
viven su arte en los márgenes de la historia.
“… si escribo todo esto, es porque guardo la esperanza de que en algún lugar,
quizás en campos como la literatura o las artes, encontremos una forma de
compensar esas pérdidas. Aunque solo sea en el terreno de la literatura, me
gustaría ser capaz de convocar una vez más a ese mundo de sombras que ya hemos empezado
a perder. Dar un amplio vuelo a los aleros del gran palacio de la literatura,
oscurecer sus paredes, condenar a las tinieblas aquello demasiado evidente,
arrancar de los interiores toda la decoración superflua.” (Tanizaki, pág.
96 [2016], Ed. Satori)
¿Sería esta la razón por la que Kafû adopta su personaje de escritor huraño y excéntrico? Podría ser un performance más, una manera de rescatar con la magia de la memoria y de la representación el Japón moribundo.
"Pensé que, sinceramente, ya no me queda otra solución que rebajar la calidad de mi arte al nivel de lo que se produjo durante la época de Edo, una ficción vulgar y frívola. Desde entonces me hice con una cajita de tabaco y comencé a coleccionar ukiyoe [...]"
Qué poder tiene la
literatura, entonces, para crear lugares. Japón no es otra cosa para nosotros, los
lectores occidentales, que la tinta que se esconde en los libros de Tanizaki y
de Kafû.
Comentarios
Publicar un comentario